Rabí Akiva solía decir que aprendió mucho de sus maestros y de sus compañeros, pero más de sus alumnos. Llevando este principio un paso más delante, uno puede decir que aprende mucho de sus propios hijos...

Esta tarde mi hijo mayor, Shlomo, estaba dibujando sobre un papel blanco, entrenando las letras y los números cuando, por iniciativa/rebelión propia, decidió hacer un dibujo del otro lado del papel (no donde estaban los ejercicios). Luego levantó el papel y me indicó que mire el dibujo que había hecho. Pero no se veía nada... '¿Qué dibujo?', le pregunté. '¡Este!', y me mostró el mismo papel... pero yo seguía sin ver nada...

Entonces me di cuenta de que el reflejo de la luz no me permitía ver, por lo que apoyé el papel sobre la mesa y vi el dibujo de un hombre con una sonrisa. Muy bien. ¿Y qué aprendemos de esto?

A veces es importante tener un contraste para poder identificar un objeto. Si no hay contraste, el papel blanco no permite ver el dibujo que hay sobre él.

Lo mismo ocurre con nosotros en el exilio diaspórico que vivimos: si todos somos iguales, si no hay contraste, entonces es muy difícil identificar quiénes somos, qué somos.

Uno de los puntos clave para conservar la identidad es entender que uno es diferente de los otros. En todos los aspectos, un ser humano, un individuo con derechos y obligaciones, un habitante de la tierra, de un país, de una sociedad, etc. Por supuesto, esto no tiene por qué tener connotaciones negativas, simplemente resaltar la identidad propia y la de los otros.

Si queremos conservar nuestra identidad judía y fortalecerla, debemos saber e incorporar que somos diferentes. Ni mejores ni peores. Diferentes. Y aprender sobre ello, profundizar e investigar en el libro de descriptivo de lo que somos, es decir, la Torá.

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